SIN FRONTERAS
No hay monumento para don Pino
De muerte cayó don Pino, sobre la banqueta del Ticu Tuticu. De muerte cayó en la acera, duró varios minutos en morir. Recuerdo que fueron cuatro los balazos detonados; aún los escucho, después de tanto año. De sangre también manchado, cayó sobre de él su hijo. Un joven y delgado adulto que llevaba playera clara. Abrazaba ya inerte el cuerpo de don Pino, mientras su cráneo expulsaba con cardíaca intermitencia un chorro de sangre rojo granate. Qué gruñidos, qué llanto, qué aullidos los de ese muchacho, mientras abrazaba lo último de su padre que se desangraba. Tirados, ambos, frente a la cantina de leyendas, sobre la sexta avenida, en la zona diez. Era 1983. Era una fecha entre semana. Había calor de medio día. Era entonces y es, nuestra pobre Guatemala. Un lugar donde la muerte violenta no cobra su debida y justa valoración.
En esos días, los alumnos de la centenaria Preparatoria guardábamos aún la usanza antigua de estudiar en doble jornada. A las doce, los libros se cerraban para ir a casa a almorzar. Tan solo un par de meses antes, mi vida era en un pueblo en el norte de Inglaterra. Llegando a las colinas de Escocia, donde la gente se estremece si ve atropellado a un gato. Cuando regresé al trópico, tan solo un niño de primaria, aún vivía formateado con esa ordenada paz de la británica cotidianeidad. ¡Pam, pam, pam, pam! Fue el sonido repentino de mi despertar a la realidad guatemalteca. Pam, pam, sonaron los balazos, a cortos pasos de donde caminaba de regreso del colegio, con la señora que trabajaba en casa. Frente a nosotros pasó corriendo el asesino, aún guardándose su humeante pistola homicida. La señora me jaló y corriendo llegamos a donde vimos la tétrica escena. Los gruñidos, los aullidos, el dolor; y ese chorro rojo granate, que salía del cráneo con cardíaca intermitencia. En mi inocente expectativa, imaginé que el fin de un mundo llegaría; un antes y un después. El último parteaguas para el vecindario, para la zona, y la ciudad. No podía ser de otra manera. Charcos de sangre se formaron en la acera; hilos rojos destilaron por la pared y por las manos de un hijo aullante. La última barbarie. Un hombre, frente a nosotros, había sido asesinado. Pero no. Pasó el tiempo, y hoy no hay monumento levantado por los miles de víctimas anuales de homicidio en el país.
La sociedad se ve indiferente ante la muerte violenta. Seguramente acostumbrada a tanta tragedia. Por ello indigna este Gobierno, que destituyó a cuadros policiales que lograron bajar la tasa de homicidios a su nivel más bajo en diez años. Esto, bajo la sospecha generalizada de buscar obstaculizar a la mancuerna Aldana – Velásquez que, junto a la Policía dirigida por Nery Ramos, condujo a tantos operativos exitosos en la captura de corruptos. Ahora, tan solo semanas después, la sospecha se confirma, los operativos de captura son infructuosos, y nosotros, la gente de a pie, saldremos a unas calles donde la muerte y la violencia pudo haber ganado terreno.
Hoy por la mañana desperté inusualmente temprano para ser un día domingo. Fui al centro de votación a emitir sufragio sobre Belice, y escucho que ahora empieza un largo tiempo para llevar el asunto ante la Corte Internacional de Justicia. Por ello, gira la atención rápidamente hacia la agenda de nuestro imperioso presente. El local, el interno; el del Congreso incansable en sus marañas; el de los fantasmas grises que entran al Ministerio de Gobernación y demás cuadros de seguridad ciudadana; el de la inminente elección de Fiscal General; y el de la oposición a este gobierno innombrable, desfachatado y vulgar, al que nada le importa la protección de la gente como don Pino. Muerto en la acera, y muerto en el olvido de un pueblo sobre expuesto a la tragedia.
@pepsol