AL GRANO

No hemos entendido el Servicio Civil

Desde que el gobierno de la Democracia Cristiana Guatemalteca (1986-1991) utilizó las llamadas “plazas públicas” para remunerar a sus activistas y partidarios, se sentó un antecedente nefasto. No es que con anterioridad no haya habido casos de nepotismo, de “compadrazgos”, de partidismo —sobre todo en las esferas más altas de las administraciones públicas—, pero nunca en la escala con que se hizo por primera vez en aquella ocasión. De ahí en adelante, el problema ha ido, con algunos altibajos, a peor.

Como es bien sabido, más recientemente se ha procesado penalmente a altos funcionarios, incluyendo a algunos diputados al Congreso de la República, por casos como el llamado de las Plazas Fantasma. Esto alude a la extensión de nombramientos a favor de personas que, a sabiendas de ambas partes, no habrían de prestar servicio alguno. Como si eso fuera poco, se trata, por lo general, de cargos o de servicios profesionales o técnicos de los mejor remunerados.

Ahora bien, el hecho de que este fenómeno se haya convertido en una forma tan extendida de “recuperar la inversión en política”, como algunos lo han entendido, refleja una mentalidad. Refleja una cierta forma de ver los llamados “empleos públicos” que, por así decirlo, encaja con una realidad muy lamentable, a saber: la bajísima productividad de las administraciones públicas —con la excepción de dos o tres “burocracias doradas”—.

La idea de que quepa hacer “favores” repartiendo plazas públicas refleja el poco valor que se le atribuye a las funciones públicas. Se piensa en las funciones públicas como mero papeleo, como exigir papeles que extiende la oficina X para añadirlos a un expediente en la oficina Y. Y todo sin ningún beneficio para nadie. Se mira a las funciones públicas como “series de obstáculos”, algo parecido a los videojuegos en que del fuego se pasa a un precipicio y de ahí a una avalancha. ¿Y para qué? Pues para sacar mordidas.

Creo que el hecho de que las cosas sean así se relaciona con la falta de comprensión de que, toda función pública, sin excepción, es más compleja que su equivalente —cuando existe alguno— en el mundo privado. Esto es así debido a lo que los juristas llamamos “principio de legalidad”, que en términos llanos significa que todo, sin excepción, lo que haga un funcionario público debe estar mandado por la Ley y debe ejecutarse de acuerdo con sus preceptos.

Por consiguiente, el Servicio Civil es un régimen que debiera integrarse por personas verdaderamente competentes, honorables y con vocación de servicio público, y debe contemplar y articular los incentivos para atraer y conservar al mejor talento posible. El especialista en seguridad del sector público debe, además, saber actuar dentro del marco de las leyes y sus reglamentos; el especialista en infraestructuras viales, lo mismo; el especialista en servicios médicos, por consiguiente, etcétera.

Pero, además, en el Servicio Civil no hay lugar para sindicatos ni para huelgas. Bien entendido, el régimen del Servicio Civil debe prescribir que los encargados de su gestión —la Oficina Nacional del Servicio Civil—, realicen los estudios y análisis necesarios para proponer a los órganos de Gobierno y al poder Legislativo unas remuneraciones competitivas a cada nivel o rango en el escalafón de los cargos públicos. Competitivas para contar con el talento necesario, a cada nivel.

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