ALEPH

Nosotras en paz, de la calle a la cama

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“¿No son lo mismo igualdad y equidad?” pregunta una joven universitaria. “¿Qué pasa si tú y dos amigas más van a un concierto y no pueden entrar porque se agotaron las entradas, así que deciden verlo desde fuera, tras una pared, pero tú, por ser más alta lo ves todo perfectamente, mientras tus otras dos amigas no alcanzan a verlo bien desde allí?”, respondo. Y pregunto más: “¿qué pasa si tu mamá y la señora que le vende tortillas escriben mal una misma palabra? ¿A quién corregirías?” Y responde: “en el primer caso, yo vería todo bien pero mis amigas no, así que seguro buscaríamos un lugar desde donde todas lo viéramos igual. En el segundo, corregiría a mi mamá de plano, porque se supone que ella estudió bien su idioma”.

Traigo esto acá porque recién pasó otro 25 de noviembre —después de otro 8 de marzo—, y entre esas fechas icónicas para la reivindicación de los derechos de las mujeres y de la no violencia en nuestros cuerpos y nuestras vidas, van quedando los otros 363 días del año. El avance ha sido lento, aunque sin duda hay avances en el camino por la igualdad y equidad entre los géneros. Pero las violencias continúan en todas sus formas, y seguiremos nombrándolas hasta que dejemos de ser mutiladas, real y metafóricamente. No pienso en nombrarnos como víctimas, sino como dueñas de nuestras historias y del futuro compartido que deseamos.

Ninguna vida de mujer es igual a otra. Sobra decir que no comienza jamás igual la vida para una niña que crece desnutrida, maltratada y sin acceso a la educación o la salud, que para aquella que crece en metrópolis o áreas rurales habitables, bien alimentada, respetada, amada y con educación. Sin embargo, para ambas se cuenta una misma historia; para ambas hay un sistema que se esfuerza por regresarnos siempre “a nuestro lugar”, definiendo tercamente nuestros roles de manera fija. Para ambas hay una Biblia y una Constitución que ninguna mujer redactó. Todas las mujeres y todos los hombres estamos cruzados por el mismo sistema patriarcal y no por casualidad hay teoría que dice que las mujeres hemos sido las reproductoras no solo biológicas, sino ideológicas de nuestras sociedades —si no que lo digan las madres de la patria o las que permiten las mutilaciones genitales o las violaciones sexuales de sus hijas porque a ellas les pasó lo mismo—. Pero es también gracias a las luchas de millones de mujeres —y algunos hombres solidarios—, sobre todo en los últimos tres siglos, que vamos tras la equidad y la igualdad. Equidad que significa la distribución justa de acuerdo a nuestros intereses y necesidades, e igualdad como principio jurídico que no significa querer ser iguales a los hombres, sino acceder en igualdad a las oportunidades de desarrollo y vida digna.

La igualdad y la equidad no se miden solo en términos matemáticos o dogmáticos. Se miden con hechos, en nuestras vidas y en nuestros cuerpos, pero también a partir de los discursos políticos, religiosos o académicos que se usan en nuestra sociedad para pasar los “valores” a las siguientes generaciones. Y se contrastan con prácticas como la de la violencia sexual normalizada, que solo en el 2017 dejó más de 93 mil niñas y adolescentes entre 10 y 18 años embarazadas, cifra que deja fuera a las que fueron violadas pero no quedaron embarazadas, a las que no llegaron a hospitales públicos, a las que no denunciaron. Hoy Guatemala está calificado entre los países más peligrosos del mundo para una mujer.

Y, sin embargo, avanzamos. Seguimos trabajando por estar cómodas en nuestros cuerpos, en la calle, en nuestros lugares de trabajo, en los partidos políticos, durante nuestros embarazos o en nuestra decisión de no tener hijos, entre nuestras familias, en la mesa y en la cama. Con conciencia y responsabilidad plenas del ancho mundo donde vivimos. “Porque la idea es, a largo plazo, que la liberación de las mujeres también sea la liberación de los hombres”, como dijera Gloria Steinem hace solo 50 años, en su memorable artículo en The New York Magazine.

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