SIN FRONTERAS
Papanatas en septiembre
Regreso a una experiencia intensa vivida en el pasado. 2013, tal vez. Mount Olive se llama un pueblo diminuto, en la más agreste de la “Norte Carolina”. Si no fuera porque aloja al rastro de los famosos pavos Butterball, el pueblo pasaría de completo, inadvertido. Esa noche visité una iglesia pentecostal. Su pastor, recuerdo, como la mayoría de su feligresía, era de Concepción Chiquirichapa, ese pueblo, pequeño también, en el camino que lleva de Xela a San Marcos. Al final de mi visita laboral, una joven y menuda pareja me abordó en el parqueadero.
El marido se acercó, mientras la señora esperó a unos metros de distancia. El frío era intenso y la noche era negra. Bajo la luna, Gilberto tuvo esperanza de que le pudiera auxiliar. A su hija —me dijo—, le había pagado el viaje desde Xela. Pero en la frontera, delincuentes la mantenían secuestrada en demanda de un rescate. Invadió la desesperación por esa niña quinceañera. El pánico retratado en los ojos de esa anónima pareja. Al final, impotentes, temblando, ahí terminamos, abrazados los tres, implorando en oración por el bienestar de la muchacha. No había nada más que hacer. Son momentos como ese, que hacen llorar en la soledad, los que clavan en la entraña la convicción de que el país del pasado, es indefendible.
No recuerdo haberles preguntado por qué abandonaron Guatemala. Pero lo imagino, pues lo escuché mil y una veces. Claro que rápido viene a mente el motivo de la pobreza —“no hay trabajo”—; pero me enfoco más sobre el inacceso inexcusable a servicios públicos donde vive nuestra mayoría. Me concentro en ello, porque ¿qué tan efectiva sería, para evitar la emigración, la obtención de un salario mínimo, si las familias no tienen —cuando menos— educación de calidad a su alcance, o un sistema de salud para enfrentar un evento médico? Y no digamos otros recursos para realizarse humanamente.
Es por ello que cuando escucho al embajador de EE.UU. en Guatemala, don Todd Robinson, hablar sobre las condiciones del guatemalteco marginal, lo que dice, me hace rotundo sentido. Porque comprendo que él y su gobierno comprenden que la falta de desarrollo humano hace de Guatemala un país inhóspito para vivir. Salud, educación, seguridad —en todos sus niveles—… bienestar social. Condiciones mínimas que nada tienen que ver con credos excesivos. Y comparto —con esperanza— que la culpa de ese atraso se haya perfilado sobre la rapiña añeja y su perversa conexión con los privilegios que construyen incalculables posesiones.
Parece de lógico entendimiento. Pero intrigas difundidas distraen la atención sobre problemas demostrados del país. Círculos urbanos, despreocupados por la cosa social, se convierten en presa fácil de quienes temen a los cambios funcionales. Una argucia se basa en el ataque oficioso a la nacionalidad de los funcionarios de Cicig, exaltando un nacionalismo mezquino, basado en símbolos patrios, más que en las personas que conforman la nación. La lengua de Cervantes nos regala un término para la persona simple, que cándida, cae fácil ante un engaño: el papanatas. Y a algunos de ellos, los anticipo ver venerando el lienzo de seda celeste y una fecha en septiembre, antes que valorar a quienes, sin privilegio, no les queda más que escapar. Escapar como Gilberto y su esposa, a sufrir —en verdad sufrir— lo de su hija. Y a no entender que el mundo se ha determinado en favor de don Iván Velásquez y compañía, pues entienden que su trabajo conduce a un país más sostenible.
Entramos a septiembre, y viene la pregunta de qué país es el que usted celebrará. Me pregunto ¿quién aún busca defenestrar a la Cicig? Y principalmente se me ocurren dos tipos: uno, el que goza de los privilegios; y el otro, su mejor aliado hasta ahora, aquel que simple y cándido cree sus patrañas.
@pepsol