Pluma invitada
¿Eres tus creencias? La trampa que nos divide
Escuchar sin sentirnos amenazados es difícil, pero es la única vía para convivir en sociedades tan diversas como la nuestra.
Estamos viviendo una época de mucha polarización. Vemos cómo algunos grupos antagonizan a otros por sus creencias, lugar de origen, ocupación o cualquier característica que perciban como una amenaza. Esta dinámica no es nueva: es la raíz de guerras y conflictos sociales que han marcado la historia de la humanidad. Lo triste es que, a pesar de los siglos, seguimos cayendo en los mismos errores.
La trampa de la identidad consiste en creer que somos nuestras creencias.
Si bien es cierto que existen amenazas reales, también es peligroso caer en generalizaciones. Pensar que todos los integrantes de un grupo son iguales nos lleva a cerrar los ojos ante la complejidad humana. Esto ocurre con la religión, la política, la clase económica o incluso con algo tan cotidiano como el lugar en donde alguien nació.
Ejemplos recientes como el asesinato de Charles Kirk en Estados Unidos o la guerra entre Israel y Palestina nos recuerdan las consecuencias más dolorosas de un mundo donde la identidad se confunde con la ideología o con la pertenencia a un grupo. Cuando dejamos de ver al otro como ser humano y lo reducimos a una etiqueta, el diálogo se rompe y el conflicto escala.
Como optimista de la humanidad, creo que debemos evolucionar hacia una sociedad donde convivan distintas creencias, etnias, opiniones y estilos de vida. La pregunta es: ¿cómo logramos avanzar hacia esa convivencia?
El primer paso, en mi opinión, es aprender a separar nuestra identidad de nuestras creencias religiosas, ideologías políticas o afiliaciones sociales. El problema es que la mayoría de nosotros hemos construido nuestra identidad sobre esas bases. Y cuando alguien cuestiona o ataca esas creencias, lo sentimos como un ataque directo a nuestro ser. Automáticamente nos ponemos a la defensiva.
Esto es natural. Viene del instinto animal de proteger a “los nuestros”. Pero hoy vivimos en un mundo globalizado e interconectado. No podemos seguir reaccionando con conductas tribales de ataque y defensa permanente. Necesitamos algo diferente.
Aquí es donde entra la curiosidad y la valentía de aceptar la posibilidad de estar equivocados. En lo personal, he descubierto que cuando me atrevo a explorar puntos de vista distintos al mío, aun con el riesgo de reconocer que estaba equivocado, logro expandir mi perspectiva. Y aunque al final decida seguir creyendo lo mismo, lo hago de manera consciente y con mayor respeto hacia quienes piensan diferente.
Dale Carnegie, en su clásico Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, habla de la importancia de mostrar un interés genuino en los demás. Escuchar con auténtica curiosidad nos permite comprender mejor, conectar más profundamente y convertirnos en mejores líderes, colegas, ciudadanos. Esta misma actitud, aplicada en el trabajo y en la sociedad, también abre la puerta a la retención de talento y a la influencia positiva para lograr resultados extraordinarios.
Escuchar sin sentirnos amenazados es difícil, pero es la única vía para convivir en sociedades tan diversas como la nuestra. Y no se trata de renunciar a nuestros valores más profundos. Al contrario: dialogar con apertura puede darnos más claridad sobre por qué los elegimos y qué significan en nuestra vida.
La trampa de la identidad consiste en creer que somos nuestras creencias. Si aprendemos a separarlas, seremos capaces de escuchar, dialogar y convivir sin sentir que todo es un ataque personal. No se trata de cambiar lo que pensamos de la noche a la mañana, sino de ejercitar un hábito: cada día escuchar con curiosidad genuina a alguien que piense distinto. Ese simple acto puede ser el primer paso para que nuestra sociedad deje de polarizarse y empiece a evolucionar hacia un futuro más interdependiente.