AL GRANO
Reflexiones sobre la seguridad pública
En mi opinión, el hecho de que Guatemala haya pasado de ser un país relativamente seguro a ser uno de los países más violentos del mundo en cosa de menos de medio siglo, explica el hecho de que la seguridad pública no se perciba como una de las funciones más primordiales y complejas del Estado. Dicho de otra manera, a la sociedad guatemalteca le ha costado mucho asimilar el hecho de su transformación en uno de los países más violentos de América y del mundo, y por eso sigue invirtiendo relativamente poco en seguridad pública.
La transformación a la que hago referencia se debe, creo yo, a varios factores. Uno de los más importantes es que ciertos valores morales compartidos por las generaciones anteriores a aproximadamente 1980, comenzaron a diluirse rápidamente. Por consiguiente, la sanción moral de las conductas infractoras de aquellos valores se tornaron más leves y menos frecuentes.
Si las sanciones formales, es decir, las derivadas de la Ley —o más bien dicho, de las infracciones a la Ley— hubiesen compensado el proceso al que aludo arriba, pues quizás se hubiera logrado cierto nuevo equilibrio. Pero las leyes, ese mínimo de moralidad que toda sociedad necesita, no se han aplicado en Guatemala con la energía, la constancia y la objetividad mínimas necesarias para, siquiera, evitar el deterioro social. Por el contrario, durante más o menos el último medio siglo, las instituciones de justicia, las de represión del delito, las de Policía, dieron peores resultados.
Por tanto, mi impresión es que, a diferencia de lo que ocurrió en los países de Europa occidental, en donde las instituciones formales sí llenaron los vacíos que se abrían al relativizarse la moral pública, por lo menos en una medida importante, en Guatemala los dos órdenes se deterioraban paralelamente.
A veces me pregunto cuánta más violencia, cuánta más delincuencia, cuánta más emigración ilegal hace falta hasta que las élites sociales, económicas y políticas decidan cambiar de actitud ante el problema de la falta de seguridad pública que aqueja, sobre todo, a los más pobres. No he podido responderme esa cuestión. Cuando las páginas de los diarios presentan otros “cuatro asesinatos” o cosas parecidas imagino que, ahora sí, las élites se conmoverán y pondrán de lado sus rencillas para reformar lo que haga falta y brindar seguridad pública a los habitantes del país. Pero nada pasa.
Hoy en día la seguridad es una actividad sumamente sofisticada. En Guatemala, sin embargo, se la sigue mirando como algo relativamente empírico. Una actividad que no necesita de técnicos y de profesionales altamente capacitados, sino que puede funcionar con servidores más o menos improvisados y, por lo general, muy mal remunerados —en el sector privado, también—. En lugar de formar parte de la clase profesional de la sociedad guatemalteca, los agentes de seguridad —en lo público y en lo privado— integran los escalones más modestos de la pirámide de ingresos.
En otras sociedades los agentes de seguridad son héroes en la literatura, la televisión y en el cine. Son elementos claves de la vida ciudadana y son vistos con cierta jerarquía social que no tienen otros profesionales. Me pregunto, de nuevo, ¿cuántas muertes violentas más tienen que ocurrir hasta que las élites decidan darle a la seguridad pública el lugar que le toca?