CATALEJO
Reformas oscuras y también riesgosas
SIEMPRE HE VISTO CON reservas el tema de hacerle reformas a la Constitución guatemalteca. Este documento es el resultado de las largas deliberaciones de una Constituyente, la de 1984, integrada gracias a un proceso electoral de participación mayoritaria, no superada desde entonces, en el penúltimo acto político de esa magnitud con la participación de fuerzas políticas ideológicas, realmente. La elección presidencial del año siguiente fue el último de esos actos, porque luego se dio paso a una total deformación del concepto de partido político, llevado a los extremos alcanzados con los dizque partidos creados y desaparecidos a partir de entonces.
LOS ACUERDOS DE PAZ implicaron la aceptación de reformas y por ello se llevó a cabo la consulta popular de 1999. Fracasó porque se trata de un tema complicado causante entonces de escaso interés. No pasó de 14% de participación, y quienes lo hicieron rechazaron esos cambios como consecuencia de haber sido aumentados en número y colocados en grupos, con ocurrencias y trampas de los políticos de turno. Ciertamente, son necesarios algunos cambios, pero el problema el problema y la suspicacia nace de un hecho evidente: el Congreso aprobará todo aquello favorecedor a los políticos y las agrupaciones electoreras aquí llamadas partidos, de espaldas al interés nacional.
EL MERECIDO DESPRESTIGIO del actual Congreso provoca una preocupación convertida en pánico ciudadano cuando se piensa en la posibilidad de manosear el texto constitucional. Esto lo saben a la perfección los dos diputados actuales ex integrantes de la Constituyente de 1984. Piensa mal y acertarás, dice el viejo dicho de las personas de pesimismo realista, y sobre esta base no puede quedar la más mínima duda del riesgo de despojar a los ciudadanos de garantías constitucionales válidas, necesarias y útiles, así como de la adhesión de criterios cuyo fin es actuar con el fin de afianzar la temible, mayoritaria variopinta y voraz calaña de politiqueros.
POR SUPUESTO, HAY excepciones, pero son eso: excepciones. No pueden enfrentarse a la jauría de oportunistas, y en muchos casos su decisión es unirse a las fuerzas del mal. El asunto se vuelve imposible cuando a eso se agregan lacras como el transfuguismo desbocado y de un pragmatismo vergonzoso e impensable en cualquier sociedad poseedora de siquiera un mínimo de madurez política. En ese panorama resulta un ejercicio inútil cualquier esfuerzo de consenso de cambios porque no serán tomados en cuenta o serán manipulados o alterados en aspectos aparentemente sutiles pero causantes de resultados adversos a las razones de haberlos sugerido.
ESTAS ALTERACIONES AL texto constitucional tienen además un par de problemas adicionales. El primero, no tener claro cuáles son aquellos sugeridos —u ordenados, según los escépticos— por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala y el Ministerio Público. Y el segundo, cuáles fueron los consensuados en las pocas y muy apresuradas reuniones realizadas hace algunas semanas en algunos lugares del país. Existe la posibilidad muy clara, entonces, de una incoherencia entre lo acordado y lo escrito en la propuesta ahora en manos de los diputados para comenzar a discutirlos y, en general a aprobarlos en un plazo aún no determinado.
LA SERIEDAD DEL TEMA exige tres acciones. La primera, esa discusión dentro del Congreso; la segunda, la redacción de un texto sujeto luego a una revisión lingüística para asegurarse de la pertinencia y significado de los términos empleados. La tercera, la exposición pública a los análisis y dictámenes de la de la sociedad civil, para luego decidir lo más importante: el acuerdo político de no hacerle cambios a esa versión final, es decir, a convertir la aprobación en un ejercicio para cumplir un requisito formal. No nos engañemos: los cambios en cualquier área no pueden quedar en manos de un organismo del Estado cuya integración mayoritaria causa pena, dolor y vergüenza.