ALEPH

Sensación de no pertenecer

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Cuando escuché las declaraciones que proporcionara el exsecretario de Bienestar Social para justificar el crimen cometido contra las 40 niñas del Hogar Seguro, así como las del director de la Policía Nacional Civil, las del relator contra la Tortura de Guatemala, las de algunos miembros del personal de la Secretaría de Bienestar Social (SBS), las de ciertos profesionales de la salud mental y otros más, sentí que hablaban un idioma distinto al mío, que pensábamos distinto, que nuestra concepción del cuidado y protección de la niñez partía de enfoques diferentes. Tuve esa sensación de no pertenecer.

Me sentí lejos de esa obsesión por criminalizar y patologizar a las niñas y niños de este país, por culparlos de todo. Trabajando con niñas que pueden llegar a ser tan violentas como cualquiera de nosotros en condiciones de encierro, violación de derechos, torturas sostenidas y maltrato continuado, sé en dónde puede ponerse la responsabilidad. Que en cualquiera de nuestros lugares puede suceder una tragedia es un hecho, pero que esto no es producto de un único día de violación a sus derechos, es una certeza. El Estado guatemalteco, con todas sus instituciones, no ha sabido proteger y cuidar a su niñez y adolescencia. En instituciones como las familias, los gobiernos, las escuelas, las iglesias, las comunidades, los hospitales, y más, se trata a la niñez y adolescencia desde la visión tutelar que privaba —en teoría— antes de la ratificación de la Convención de los Derechos de la Niñez (1990); ese enfoque que los considera objeto de atención del Estado solo cuando cometen un delito o son víctimas de uno. Hace casi 30 años que el Estado guatemalteco ratificó ese instrumento que los convierte en sujetos de derecho, y sin embargo hoy las mismas autoridades encargadas de cuidar a NNA siguen usando palabras como “motín”, “fuga”, “extorsionistas” y otras que no aplican a centros de protección, para justificar ese crimen de Estado.

Imaginemos la pradera incendiada que sería Guatemala si a todas las personas que están en conflicto con la ley hubiera que quemarlas. Los discursos delatan nuestros pensamientos, y al mismo tiempo nuestras ideas crean discurso. Si esto hubiera pasado en un colegio de los “nuestros”, esos que sí han tenido —en términos generales— alimento, ternura, techo, cuidados, atención en salud y posibilidad de jugar, seguramente se habría omitido que entre los “nuestros” también hay adolescentes potencialmente violentos, armados y listos para cometer acciones que no imaginaríamos en condiciones como las que los “otros” han enfrentado desde pequeños —por favor, buscar información sobre el experimento Stanford, realizado con estudiantes de esa prestigiosa universidad hace algunas décadas—.

A esos que sueltan la lengua fácil hay que preguntarles: ¿qué harían si ellos y ellas hubieran nacido sin pedigrí? ¿Cómo serían si hubieran sido abandonados, si hubieran crecido sin educación o salud, si nunca nadie les hubiera dicho que los quería, si hubieran tenido que trabajar desde pequeños o vivido en hogares desde los 5 años? Hay gente que no entiende que no entiende nada. Leyendo en las redes varios comentarios sobre la tragedia del Hogar Seguro volví a vivir esa sensación de no pertenecer, y me identifiqué con lo dicho por el semiólogo Umberto Eco: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad”. Hoy, gente que en su vida ha leído se atreve a “abrir la boca” en esas habitaciones virtuales para dar opiniones que no solo la delatan, sino que nos avergüenzan e impiden diálogos posible. Países como Noruega ya tienen medios como NRKbeta, donde se pide a quien quiera opinar que pase un examen comprobando que ha leído la nota entera, por lo menos. En fin, que este parteaguas nos convoque a tratar de manera distinta a nuestra niñez y que sean ellas y ellos la primera inversión que nos dibuje futuro.

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