MIRADOR

Uber paró…, ¡el taxi!

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La semana pasada se produjeron las primeras reacciones ante la llegada del sistema “Uber”, que permite solicitar vehículos privados para transporte, a través de un software de aplicación móvil. Los taxistas se manifestaron porque no desean “competencia desleal”, aunque ellos mismos la generan al conformarse como un oligopolio, igual que los buses del transporte masivo (público).

El debate fluctúa entre la visión socialista-intervencionista y ciertos principios generales que promulga el liberalismo. Las municipalidades decidieron, con infames ansias recaudatorias, cobrar una tarifa por conceder el derecho de transportar a personas, y crearon el taxi. Los costos exigidos se trasladan al usuario, que paga el servicio más caro de lo que sería sin gravámenes, y genera un incentivo perverso en el prestatario, que tiende a salvaguardar privilegios obtenidos a través de un pago oneroso disfrazado de tasa, impuesto o concesión. Si llega al aeropuerto La Aurora podrá comprobar que únicamente hay taxis blancos porque ciertos “gorilas” impiden por la fuerza —no de la razón precisamente— que los “amarillos”, más baratos y solícitos, pueden ingresar libremente a buscar pasajeros.

Además de más económico, “Uber” es más seguro, porque ofrece monitoreo permanente por GPS, conductor evaluado por otros usuarios; evita robos, al no estar identificado, y se paga con tarjeta, facilitando no llevar dinero y no cambiar moneda en el país que se utilice. Esas ventajas todo el mundo las entiende, incluidos quienes acérrimamente defienden la estatización en otras estructuras del Estado. ¿Habrá algo más liberal en su planteamiento? Para los ideológicamente más contaminados, apuntarles que un modelo de “economía colaborativa” de esa que proponen para cooperativas, comunidades y lugares similares.

El sistema “Uber” rompe el innecesario y abusivo control estatal sobre prestaciones básicas y reduce el precio. Curiosamente es aceptado por todos los potenciales usuarios, excepto por quienes prestan el servicio y por el poder político que cobra por ello. Los mentalmente intervencionistas también aprecian pagar menos por lo que hasta ahora abonaban más, y doblegan, sin darse cuenta, su principio de que sea el Estado quien deba proveer servicios porque les tocan directamente el bolsillo.

Entendido y aceptado el modelo que se explica por sí mismo al comprender fácilmente las ventajas en relación con los costos, es momento de extrapolar la fórmula a otras cuestiones. El Estado ha usurpado la potestad de ofrecer educación, salud, carreteras o transporte públicos —y otros—, todo ello con alto costo y gestión ineficiente o cuestionada. Guatemala es un ejemplo de ello. Funciona lo privado y, sin embargo, no así lo público. Las universidades y colegios privados, en comparación con la oligopólica Usac y los colegios públicos, lo evidencian a diario, el sistema de salud o las carreteras son otros botones de muestra. Ese cuento de que faltan recursos ya no se lo cree nadie, especialmente tras lo desvelado por MP/Cicig sobre la corrupción nacional.

“Uber” pone sobre la mesa el debate entre el intervencionismo estatal y la libre empresarialidad y refrenda la tesis de que la competencia reduce los precios e incrementa la calidad del producto. Esperemos que a partir de ahora la honestidad de quienes apuestan por la “uberización” se replique en otras esferas de organización política. Esta discusión es un ejemplo de que ciertas ideologías o formas de pensar están fracasadas y requieren ser revisadas.

“Uber,” sin querer, paró al taxi y también paró los pelos a muchos colectivistas.

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