PRESTO NON TROPPO
Una paz (todavía) largamente deseada
Hoy, que en muchas partes del mundo se celebra una fiesta donde se combina el final de una espera (el Adviento) con una llegada (la Natividad), en Guatemala restan unos días para que se cumplan 21 años desde que se suscribiera un acuerdo para lograr una paz “firme y duradera” en este país. Es un tanto insólito que esto se parezca a la postrera reminiscencia pública de un difunto, a quien, según la costumbre, se le recuerda a los 9 días, a los 40 días, a los 365 días. Bastante después vendrían rememoraciones, a los 7 y a los 14 años del fallecimiento; y aún mucho más adelante, a los 21 años… de muerto.
En retrospectiva, esa firma de la paz es como quien, al morir, ha dejado más preguntas que respuestas. ¿Estaremos terminando de llorar, recordar y, ultimadamente, dejar perdido ese momento (significativo en el papel, pero poco significante en la realidad)? La anhelada paz guatemalteca es, aun ahora, una fantasía. No se pueden contabilizar soluciones ni consecuencias amplias para esta sociedad urgentemente precisada de avances genuinos, antes que figurados y precarios nada más. O ¿será que este es un teatro en el que viene a representarse un Adviento largo, muy largo; pero una Natividad corta, muy corta, muy escasa…? Un año, y veinte más, ¿aguardando una concordia, una conciliación, un sosiego, una estabilidad que a lo largo de dos decenios ha devenido escurridiza e intangible? La paz que cada quien puede lograr para sí mismo en lo individual, no se refleja en lo social. Existe, evidentemente, un profundo deseo de alcanzarla, pero Guatemala no es una nación en paz. Si queremos seguir refiriéndonos eufemísticamente a las masacres que le han costado la vida a tantas personas durante muchos años como un “conflicto armado interno”, tendremos que admitir que no ha terminado; nuestro país sigue en un conflicto, armado e interno.
Un comunicado muy reciente del Consejo Nacional para el Cumplimiento de los Acuerdos de Paz (CNAP) advierte que un alto número de los compromisos establecidos en dichos acuerdos aún se ve incumplido. En materia de resarcimiento de las víctimas, el presupuesto se ve reducido año con año; aumenta la violencia; la explotación de la tierra sigue afectando negativamente las relaciones étnicas, sociales y económicas; no hay avances en una legislación que no discrimine a los pueblos originarios; no se le da paso al reasentamiento de poblaciones desarraigadas por los enfrentamientos; se mantienen los privilegios del ejército, en menoscabo de fortalecer el poder civil; seguimos sin la justicia social imprescindible para sentar las bases de un desarrollo socioeconómico sostenible, la gobernabilidad democrática y la valoración de nuestras culturas.
Dentro de ese panorama tan sombrío aparece, como hermosa pero fugaz evocación del primer aniversario de los tratados de paz (hará dos decenios este viernes 29), un acontecimiento altamente simbólico. Iba a llamarse Campanas por una Paz largamente deseada. Quedó como 100 Campanas para la Paz. En la actualidad son pocos los que se acuerdan del evento urbano en que repicó de junto el centenar de campanas que aún existen en los templos del Centro Histórico. Somos menos todavía los que tuvimos la fortuna de participar directamente como ejecutantes musicales. Concebido y dirigido por el maestro fotógrafo Daniel Hernández, compuesta la partitura por Llorenç Barber, y compartida la vivencia por muchísimos entusiastas de un instante singular en nuestra historia, ese concierto por la paz no se ha vuelto a repetir. Acaso sea eso, justamente, lo que falta. El concierto por la paz –no solo en sentido metafórico– de todo un pueblo.
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