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La historia de una familia rota por el tiroteo de Texas: un hijo perdido y una hija salvada
José Flores y Andrea Herrera, hermanos inseparables, ambos en cuarto grado, viajaron juntos en el autobús hacia la escuela donde ocurrió un ataque el martes de la semana pasada. Se despidieron con alegría. Solo uno de los dos volvió. Esta es su historia.
José Manuel Flores padre coloca algunos de los bocadillos y posesiones de su hijo en el pequeño altar que ha improvisado en su casa en Uvalde, Texas, el 28 de mayo de 2022. (Ivan Pierre Aguirre/The New York Times).
José Flores y Andrea Herrera, hermanos inseparables, ambos en cuarto grado, viajaron juntos en el autobús hacia la Escuela Primaria Robb el martes de la semana pasada, como lo hacían la mayoría de las mañanas. Se despidieron con alegría. José se dirigió al salón 111 y Andrea, al 104.
Apenas unas horas más tarde —justo después de que José fuera homenajeado en una ceremonia por sus buenas calificaciones— el niño fue asesinado a tiros por un hombre armado que se había colado en el edificio por una puerta abierta. Su hermana logró escapar por una ventana.
“Ella sobrevivió, él no”, afirmó Cynthia Herrera, refiriéndose a su hija y al hijastro que crio desde que tenía 3 años.
En los días y noches agonizantes que han pasado desde entonces, la familia de José y Andrea ha tenido que lidiar con diversas tareas agobiantes: ayudar a Andrea a recuperarse física y emocionalmente; elegir la camiseta y los pantalones cortos de baloncesto que vestirá José en su pequeño ataúd; mantener unida a su joven familia.
El duelo puede tomar muchas formas tras un tiroteo masivo. En Uvalde, donde diecinueve niños pequeños y dos maestras fueron asesinados a tiros, las familias están de luto por Jackie Cazares y Annabelle Rodríguez, primas asesinadas en el mismo salón de clases. Están en duelo por la pérdida de Irma Garcia, maestra de cuarto grado, así como de su esposo Joe, quien falleció de un ataque al corazón dos días después de su muerte. Eran niños que soñaban con convertirse en biólogos marinos y veterinarios. Niñas que deseaban ser estrellas de sóftbol.
Los familiares de Andrea y José —conocido como “Josecito” y “Baby José” por sus seres queridos— están sumidos en una angustia particular: están de luto por uno de sus hijos y aferrados a la que logró escapar.
Herrera y José Manuel Flores padre han repetido la tragedia una y otra vez en sus mentes. ¿Y si un mero segundo hubiera cambiado el destino de la niña? ¿Y si Andrea no hubiera logrado salir por la ventana lo suficientemente rápido? ¿Y si en lugar de estar planeando un funeral, estuvieran organizando dos?
“Ni siquiera puedo imaginar un mundo en el que ambos pudieran haber muerto”, afirmó Herrera. “Haber perdido a Josecito ya es demasiado doloroso. Nunca seremos los mismos”.
Flores y Herrera se conocieron cuando ambos eran jóvenes: un padre soltero de 20 años con un hijo, una madre soltera de 23 años con una hija. Un encuentro en la gasolinera donde trabajaba Herrera se convirtió en varias citas. La química fue tan fuerte que Flores se hizo un tatuaje de ella que cubre la mayor parte de su brazo izquierdo.
“Se enamoró a primera vista”, bromeó Herrera la semana pasada, en un raro momento de levedad en los últimos días.
Tuvieron dos hijos juntos: Jayden Alexander Flores, hoy de 5 años, y Jayce Axel Flores, de 7 meses. Josecito, de 10 años, era el hijo mayor de esta familia mixta, seguido de Andrea, de 9.
Josecito había tenido problemas en la escuela, al menos por un tiempo. Había repetido un año, pues no le interesaban la lectura ni las matemáticas, y su hermana menor lo había alcanzado en el cuarto grado. “Su objetivo principal en la escuela eran los amigos, el almuerzo y el recreo”, afirmó Herrera con una sonrisa agridulce.
Sus padres le pidieron que se concentrara y, en los últimos meses, el mensaje parecía haberse afianzado. Le aseguraron que, si quería convertirse en el policía que había dicho querer ser, necesitaba mejorar significativamente sus calificaciones. “Le dijimos: ‘Es mejor que te apures, porque te vas a quedar en el mismo grado otra vez’”, contó Herrera.
Comenzó a leer más. Dominó la multiplicación y el martes estuvo entre los estudiantes reconocidos en el cuadro de honor en una ceremonia a la que asistió Herrera.
“Se le notaba en su sonrisa”, recordó. “Estaba feliz”.
El tirador atacó primero el salón de Josecito y luego el de al lado. Sus balas también llegaron cerca del salón de Andrea, donde les dijo a sus abuelos que había visto a una maestra recibir un disparo momentos antes de lograr huir por la ventana. El fotógrafo de un periódico local capturó una imagen perturbadora de Andrea, con una camiseta rosa y pantalones cortos negros, corriendo por el césped de la escuela, con el rostro congelado por el terror.
Cuando Flores y Herrera recibieron la noticia, sintieron desconcierto y pavor.
“Nos dijeron: ‘Recojan a sus hijos en el centro cívico’, así que fui lo más rápido que pude”, recordó Flores.
Al llegar, se quedó atrás, abrumado por la ansiedad. Andrea había salido con vida. Flores pensó: “Seguramente, Josecito saldrá corriendo a buscarnos también”. Pero pasaron las horas y el corazón se le encogió. “Esperé y esperé”, contó. “No aparecía”.
Flores contó que uno de los otros padres se le acercó y le susurró: “Quizás sea bueno que revises en el hospital, porque su maestra recibió disparos”.
Flores condujo hasta el hospital y corrió al vestíbulo. Un médico le dio la horrenda noticia. Josecito había recibido tres disparos, uno de ellos a un lado de la cabeza. Los directivos escolares pudieron identificarlo rápidamente porque su ropa (camiseta azul, pantalones cortos de baloncesto color gris y tenis Jordan grises) coincidía con el atuendo que vestía en la foto de la ceremonia del cuadro de honor que se había tomado apenas unas horas antes.
El médico le dijo a Flores que lo llevaría a ver al niño, pero un policía intervino. El agente también era padre. “No debes ver a tu hijo en ese estado”, le aseguró a Flores. Él aceptó el consejo.
Sin embargo, la amabilidad del policía no ha impedido que la familia se imagine la escena. “Solo imagina lo que una bala de ese calibre puede hacerle a carne y huesos tan tiernos”, afirmó Martin Herrera, el abuelo del niño.
En los días posteriores al tiroteo, Flores, operador de equipo en un rancho cercano, ha creado un altar para el hijo que siempre estaba a su lado, como un “chicle”, contó con una sonrisa.
En la casa, la habitación de Josecito sigue tal como la dejó. La vista deja sin aliento a su padre. La cama doble a la derecha, junto a una ventana que da al patio trasero, está cubierta con una sábana que rinde homenaje a jugadores de baloncesto. Hay una almohada decorativa del emoji de popó, otra de un robot verde enojado. “Tenía un humor loco”, afirmó Flores.
Su hermano menor, Jayden, solía dormir en la cama junto a la suya. Pero el niño desarrolló una fiebre tras la muerte de Josecito y se está quedando por el momento con otros parientes, pues está demasiado alterado para dormir en casa. Flores dice estar listo para hacer lo mismo. Esta casa, sentenció, tiene demasiados recuerdos dolorosos.
“Va a ser difícil estar aquí y no verlo”, confesó.