En varios puntos del país se tiene la creencia de un personaje llamado Tzitzimite, que es un enano que viste con un enorme sombrero y que va acompañado de una guitarra para enamorar a las muchachas. Es más conocido por su otro sobrenombre, El Sombrerón. También se le conoce como Duende o Diego Duende. Unos comentan que es el mismo, aunque otros afirman que son diferentes.
Se dice que el Duende vive en las cuevas de los barrancos y que se dedica a molestar a las familias campesinas tirándoles piedras a los techos de las casas, cambiando las cosas de lugar o escondiéndolas. Pero su meta principal es enamorar a las mujeres.
Quizás por eso muchos lo relacionan con el romanticismo. Incluso, refieren que Diego Duende es el intercesor del amor, tal como lo creen los brujos de Samayac, Suchitepéquez.
“Amigo sabio y poderoso (…) líbrame de las malas ocasiones que persiguen mis enemigos (…) Ojos tengan y no me miren; manos tengan y no me toquen; pies tengan y no me alcancen; armas tengan y no den fuego”, dice una de sus plegarias.
En la misma hay una parte donde se le pide por el amor: “Don Diego Duende, que con gran poder sea posible (…) que ha de ser mío (a) el hombre (o la mujer) que amo, que se llama (el nombre de la persona). Toda vez que yo lleve tu oración en la que creo, así te lo pido”.
De acuerdo con las creencias, la invocación se ejecuta los martes de cada semana con una veladora roja y una copa de aguardiente.
Una rogativa alternativa dice: “¡Oh! Encantador Diego, rey de los tesoros, proporcióname dinero y a la joven a quien yo quiero. Si esto que te pido me lo concedes, yo seré toda la vida tu sincero devoto”.
¿Por qué le llaman Diego? Según el libro Fieles difuntos, santos y ánimas benditas en Guatemala, una evocación ancestral, escrito por el historiador folclorista Celso Lara Figueroa, la razón deriva de las estampillas que se venden “furtivamente” en los atrios de ciertas iglesias, pues algunas son de magia negra y llevan la imagen del Tzitzimite, un hombre pequeñito, bien vestido y con un gran sombrero de ala ancha. “Algunos piensan que es Juan Diego, el indígena mexicano que se encontró con la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac”, se lee en el documento. “Por eso se le llama Diego al Tzitzimite; al Duende le gusta oír su nombre”, prosigue.
De hecho, hay quienes le ofrecen una plegaria especial cada 12 de diciembre. “Esta concepción muestra una serie de mezclas entre las creencias indígenas y las mestizas; no hay que olvidar que en la época de dominación española el culto por la Virgen de Guadalupe de México estuvo muy arraigado”, agrega Lara Figueroa.
Para deshacerse de las andanzas, hechizos y mañas del Tzitzimite o Diego Duende, la tradición popular indica que hay que efectuar exorcismos especiales. Pero hay quienes piensan que la única forma de confundirlo es pidiéndole que cante con su guitarra una canción religiosa, porque no soporta escuchar el nombre de Dios.
Un consejo más: la muchacha que se sienta acosada por este personaje, le debe entregar un pedazo de tela negra y un jabón, prometiéndole hacerle caso si logra ponerlo blanco.
Diego Duende, feliz, irá a un río a lavarlo con la esperanza de blanquearlo; como le será imposible, estará ahí eternamente. “El amor todo lo puede”, pensará.
De leyenda
En Sanarate, El Progreso, hay una particular historia sobre este personaje.
Se dice que la gente que vive en las orillas del río Motagua, ciertas noches, escucha los acordes de una guitarra. “¿A quién le estarán dando una serenata?”, se preguntan.
A los minutos, el cancionero termina. El ambiente, entonces, queda calmo, solo con el retumbo del torrente y el soplo del viento que choca contra las hojas de los árboles.
La leyenda cuenta que un misterioso ser va todas las noches a bañarse a ese río. Comentan que no es amistoso y que, al contrario, se encoleriza cuando alguien se acerca.
“Pura superstición”, dicen unos. Otros prefieren no ir al Motagua cuando se oculta el Sol, “no vaya a ser que sí pase algo”.
Cuentan que hace algún tiempo sucedió algo extraño y terrible. Un niño retó a la oscuridad y se dispuso a cruzar el río, alumbrado únicamente con la luz de la Luna.
Dicen los pobladores —aunque no se sabe cómo lo supieron— que el muchachito iba armado con una estaca de madera, por si alguien se le aparecía. Se quitó los zapatos y, enseguida, empezó a caminar entre las piedras que lo conducirían hasta el otro lado.
Al principio sentía que algo lo jaloneaba; volvió la vista, pero no había nada. Así que siguió su camino.
Al estar cerca de la orilla, escuchó un insistente chapoteo que le mojaba la espalda. No quiso voltear a ver, porque ya estaba cerca de triunfar.
Empezó a dar pasos agigantados, pero cada vez le costaba más avanzar, ya que sus pies se hundían en el lodo. Fue avanzando como pudo pero, pronto, sus fuerzas menguaron.
El pequeño empezó a gritar y los vecinos llegaron a ver qué sucedía.
Alguien observó que, a unos 50 metros, estaba la silueta de un hombrecillo sentado sobre una piedra. Refieren que los pies le colgaban y que se mojaba las rodillas con sus pequeñas manos y brazos alargados.
Se le acercó y le preguntó quién era. Este, en vez de responder, se zambulló en el río y desapareció.
En tanto, el niño, que estaba casi al otro lado de la orilla, terminó por hundirse. Triste final.
Al otro día, los pobladores revisaron el lugar. No había nada.
“¡Aquí está!”, exclamó una persona que estaba un poco alejada, en la entrada de una cueva. Había encontrado al niño, muerto y con una pequeña trenza.
“Ese fue Diego Duende”, afirmaron unos. “Eso le pasó por interrumpir su baño”.
Desde entonces, nadie se mete al Motagua por las noches.
Otras fuentes consultadas: Comunnity.oas.org y el cuento El Diego Duende, de Maya Juracán.