Al ver la estructura, puede que el visitante se sienta atraído, conmovido o incluso ajeno al monumental edificio de piedra, cuyos bloques, columnas y puertas dan forma a un inmueble de 200 años que, lejos de albergar grandes hazañas, evoca un contemplativo encanto silencioso.
El silencio es lo que más se respira en este edificio, fundado en 1736, donde se estableció el convento de la Orden de Clarisas Capuchinas.
En el terreno aledaño al templo de piedra, que abarca el largo de la cuadra sobre la 2a. avenida de la ciudad colonial, se recluyeron varias mujeres que decidieron llevar una vida alejada del mundo, con el fin de consagrarse a la religiosidad hasta el final de sus días.
Durante su permanencia en el convento, las religiosas vivían enclaustradas y cumplían una rutina condicionada a reglas de penitencia, pobreza y ayuno. El edificio era ocupado por una madre abadesa, las monjas novicias —entrantes— y profesas —las que habían decidido consagrarse eternamente—.
Debido al estricto régimen que debían guardar las internas, el edificio debía garantizar que no tuvieran contacto con el mundo exterior. Por eso la construcción del convento se concibió como “de claustro”.
Legado cimentado
Para comprender la historia de este inmueble construido en la entonces ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, es necesario comprender las motivaciones de quienes lo promovieron.
Durante la segunda década de 1700, los religiosos franciscanos en el país deseaban ver una ramificación de esa orden dedicada a las mujeres, por lo que autorizaron el establecimiento de las Clarisas Capuchinas.
Así, durante el período de colonización, el Ayuntamiento —consejo que administraba y regulaba los territorios— dispuso construir un convento para esas religiosas en el Valle de Panchoy.
El rey Felipe V avaló la construcción y se le encargó el diseño al arquitecto Diego de Porres. Así, de 1731 a 1736 se ejecutó la obra. En la edificación se utilizaron materiales como piedra extraída de canteras situadas alrededor del valle.
Gabriela Velásquez Luna, arqueóloga y especialista en restauración de monumentos del Consejo Nacional para la Protección de La Antigua Guatemala (CNPAG), comenta que la construcción del templo de las capuchinas estuvo a cargo de pobladores indígenas kaqchiqueles que vivían alrededor de la localidad.
La especialista comenta que desde los trabajos de excavación se han encontrado restos de trabajadores, cuyas vértebras quedaron encorvadas y achiquitadas por el peso de los materiales que llevaban en hombros para la construcción de lo que resultó ser el convento Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza —nombre oficial del recinto—.
Terminada la construcción, en 1736, cinco religiosas provenientes de Madrid, España, llegaron a Santiago de los Caballeros de Guatemala para inaugurar el convento, apunta Velásquez.
Registros del CNPAG han constatado que al claustro llegaron a alojarse de 25 a 28 religiosas durante el período en que este funcionó, el cual se extendió hasta pocos años después del terremoto de Santa Marta, en 1773.
Lo huella que quedó
Luego del desastre que supuso ese sismo, la población de Santiago de los Caballeros tuvo que deliberar acerca de su destino. Los habitantes tenían la opción de permanecer allí o resurgir en nuevos territorios.
Aquel fue el precedente que definió a dos agrupaciones de la sociedad: los terronistas, que querían permanecer en la ciudad, y los traslacionistas, los que optaban por el traslado.
Muchas personas se quedaron en el lugar, y otras tantas se marcharon. Entre estas las monjas capuchinas, quienes se trasladaron, junto a los bienes del convento, a la Nueva Guatemala de la Asunción, en el Valle de la Ermita, hoy ciudad de Guatemala, para reiniciar sus labores.
Según el CNPAG, a pesar del terremoto de 1773 y otros infortunios naturales, el convento y el templo no sufrieron daños a gran escala. Luego de estar abandonado, las monjas solicitaron al arzobispo vender el inmueble.
En mayo de 1813 se concedió la autorización, y un año después fue concretada la negociación junto al señor Sebastián Maldonado, vecino de Antigua, quien compró el predio.
Luego de ser utilizado para fines religiosos a manera de convento, el edificio se destinó para el secado de café, como tintorería e incluso como establo.
Llegado el siglo XX, el espacio tuvo varias restauraciones. Hacia 1943 se hicieron trabajos de limpieza después de varios años, y en 1950 se adecuó el edificio de manera museográfica por el Instituto de Antropología e Historia de Guatemala.
En 1972, nació el Consejo Nacional para la Protección de La Antigua Guatemala, órgano estatal que trabaja en el cuidado, protección, restauración y conservación de los bienes muebles e inmuebles situados en la ciudad colonial.
La sede de la institución se estableció en el anterior convento Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y según Norman Muñoz, director de la entidad, el antiguo claustro es uno de los sitios más visitados del área.
Muñoz cuenta que antes de la pandemia de covid—19 llegaban grupos de hasta cien turistas, y que en la actualidad ese número ha bajado, pero a pesar de ello este espacio no deja de llamar la atención, por su valor histórico.
Luego de un recorrido por el exconvento se pudo constar cómo algunas personas se muestran interesadas por la diversidad de ambientes en el lugar: desde una quinceañera que se preparaba para una sesión fotográfica en el pasillo alrededor del patio hasta personas que se fotografiaban en el edificio circular del lugar.
Velásquez Luna refiere que varios espacios del inmueble, como la iglesia y algunos patios, han sido arrendados para fiestas, seminarios e incluso para convivencias de grupos religiosos.
El recinto también fue utilizado por el cantante guatemalteco Ricardo Arjona, quien en abril último presentó un concierto en el lugar. No hay duda de que el encanto de esta estructura es universal.
La Torre de Retiro
El pasado 10 de abril, miles de guatemaltecos dirigieron su mirada a las pantallas para ver la transmisión del concierto Hecho a la Antigua del músico guatemalteco Ricardo Arjona. Entre tanto, el recital llamó la atención porque tuvo lugar en el edificio circular del convento de las Capuchinas: es la llamada Torre de retiro.
La estructura de esta edificación es circular y alberga 19 celdas que fueron construidas para ser habitadas por las monjas mayores del claustro, explica la arqueóloga Gabriela Velásquez Luna.
La especialista comparte que debido a sus características este es considerado como uno de los primeros edificios de apartamentos de América Latina, pero que no llegó a ser habitado debido al traslado de la orden de las Capuchinas al Valle de la Ermita después de los terremotos de 1773.
Aún hay guías de turismo que afirman que eran celdas de castigo, lo cual es falso. Cada alcoba tiene una letrina, así como un espacio en el cual las religiosas podían colocar sus pertenencias. Hay celdas más grandes que otras.
De acuerdo con Velásquez, algunas eran para las monjas con mejores posibilidades económicas. En la entrada de la Torre pueden apreciarse cámaras laterales que eran utilizadas como bañeras. Son cuartos estrechos con una ventana y dos pequeñas tinas.
A la par de estas celdas hay un espacio angosto con un pequeño hoyo donde se colocaba leña para calentar el agua. El edificio tiene un sistema de drenajes compuesto por canales individuales instalados debajo de cada celda y que llegan a un mismo tanque de almacenamiento.