En Todos Santos Cuchumatán, Huehuetenango, nació el 31 de diciembre de 1917 José Ernesto Monzón, autor de canciones como Soy de Zacapa, Milagroso Señor de Esquipulas o La sanjuanerita.
El talento de Monzón fue heredado de sus padres —Aparicio Monzón Hidalgo, quien tocaba la guitarra, y Rosario Reyna, maestra de música y pianista—.
Fue declarado hijo predilecto en su pueblo natal, y Emeritísimum de la Universidad de San Carlos por la Facultad de Humanidades, en 1984. El mismo año recibió la Cruz al Mérito Artístico por parte de la Asociación de Periodistas de Guatemala.
El Gobierno le otorgó la Orden del Quetzal en grado de Gran Cruz y pensión vitalicia, en 1999.
Falleció el 24 de septiembre del 2003. Fue velado durante tres días y sepultado en su departamento natal.
Comienza a temblar
Un leve sismo, el 17 de noviembre de 1917, fue el presagio del desastre, aunque parecía solo uno más de tantos en un país acostumbrado a los temblores. El 25 de diciembre, a eso de las 22 horas, la tierra empezó a sacudirse y a devastar edificios públicos, grandes casas y humildes viviendas, en la Ciudad de Guatemala y municipios vecinos.
La gente que pudo salir de sus viviendas se reunió en las plazas y las calles para pasar la noche. El gobierno de Manuel Estrada Cabrera —en el poder desde 1898— organizó 14 campamentos, entre los cuales estaban el del Potrero de Corona, el de la Parroquia, el de Gerona y el de la Avenida del Cementerio.
El 29 de diciembre hubo otro fuerte remezón que continuó con la destrucción de templos, casas y hasta monumentos. El famoso Teatro de Carrera — hoy parque Colón— quedó inutilizable y tiempo después fue demolido.
Nuevas réplicas ocurrieron el 3 y el 24 de enero, con las que concluyeron el ciclo de los llamados terremotos de 1917 y 1918, los que cambiaron la fisonomía de la urbe, pues desaparecieron edificios como el Palacio Real —parque Centenario—, el Palacio 30 de Junio —monumento a los Próceres, al final de la Avenida de La Reforma— o el antiguo Portal del Comercio; otros quedaron muy dañados, lo cual obligó a su reconstrucción. La cúpula de la Catedral quedó hundida y los apóstoles que figuraban en su atrio quedaron reducidos a añicos.
El convento de San Francisco quedó muy dañado, al punto de que el ripio resultante fue depositado en las bóvedas subterráneas debajo del templo.
Aunque el país vivía bajo una dictadura, los terremotos tuvieron un efecto colateral sobre la sociedad. En primer lugar, el Estado tuvo una fuerte crisis debido a la falta de recursos financieros que se vio agravada por la caída en el precio del café, en 1917 y las malas cosechas de 1918.
Lo más fuerte fue, sin embargo, la unión social que se produjo a raíz de la convivencia en los campamentos, pues hubo comunicación entre los pobladores y la usual vigilancia gubernamental se vio sobrepasada.
Si bien los efectos no fueron inmediatos, se empezó a gestar un malestar debido a las deficiencias en la atención a los afectados.
De hecho, para 1920 aún quedaban asentamientos, pero mucho más perdurables fueron las secuelas económicas. Algunos historiadores consideran que en aquel diciembre de 1917 empezó a derrumbarse la dictadura de Estrada Cabrera.
Milla publica Los Nazarenos
Era una Guatemala distinta, con calles empedradas, carruajes y fresca la memoria aún de la época colonial. El escritor José Milla y Vidaurre (1822-1882) publicó en 1867 Los Nazarenos, la que es considerada su novela más lograda, una trama ambientada en la Capitanía General del Reino de Guatemala, a punto de colapsar por las intrigas.
Milla exploró en esta la rivalidad entre familias peninsulares, dos historias de amor y las acciones de una sociedad secreta que buscaba expulsar a los españoles.
El autor recurrió a frecuentes alusiones a cronistas como Antonio de Fuentes y Guzmán, Antonio de Remesal y Tomas Gage. En el desarrollo de la historia aparecen sor Juana de Maldonado y el Hermano Pedro de Betancur, pero son más bien referencias de época para darle credibilidad a la historia, que por supuesto tiene lugar en Santiago de los Caballeros.
Esta novela forma parte de una especie de trilogía complementada por La hija del Adelantado y El visitador.
Así que este año, los profesores de Literatura tienen un buen pretexto para volver a uno de los grandes clásicos nacionales, en lugar de textos foráneos.
Landívar va al exilio
El decreto fue tajante: los jesuitas tenían que abandonar todos los territorios bajo domino español debido a que el rey Carlos III los culpaba por instigar a unos motines antimonárquicos. El 26 de junio de 1767 fueron notificados los integrantes de dicha orden en Guatemala y el 1 de julio salieron fuertemente custodiados. Entre los religiosos de la Compañía de Jesús que marcharon al exilio había un joven sacerdote y poeta de nombre Rafael Landívar.
Salieron hacia México donde abordaron un barco que los llevaría a La Habana, Cádiz, Génova y finalmente Bolonia, Italia. Pocos meses después de su partida falleció su única hermana, y en 1771, su mamá.
De ninguna de las dos se pudo despedir y ello le causó profundo dolor. En el exilio se enteró de la destrucción de la ciudad de Santiago de los Caballeros por los terremotos de Santa Marta (1773). Sin familia, sin hogar, sin trabajo, pero sobre todo arrancado de raíz de lo suyo, Landívar plasmó todos sus sentimientos y recuerdos en el poema Rusticatio Mexicana.
La obra, que comienza con las palabras “Salve, dulce Guatemala Salve” se publicó en 1781.
En 1793 renunció a todos sus bienes, con lo cual abandonó la esperanza de volver a su país. Pocos meses después falleció. En 1950, sus restos fueron repatriados.
El terremoto de 1717
Aquel año (1717) fue de gran sobresalto en la capital del Reino de Guatemala. El 27 de agosto hubo una erupción fuerte del Volcán de Fuego que duró tres días.
El 29 de septiembre, consagrado a San Miguel, comenzaron unos sismos leves en el día, pero a las 19 horas vino un fuerte temblor que obligó a los vecinos a salir de sus casas.
Los remezones continuaron durante casi toda la noche y varios de los edificios originales de la ciudad quedaron reducidos a escombros.
Fueron tales los daños que por primera vez se planteó trasladar la ciudad a un nuevo asentamiento, pero muchos vecinos se opusieron e incluso tomaron el dañado Real Palacio en protesta.
Este fue reparado por el arquitecto mayor Diego de Porres, quien terminó los trabajos en 1720.
El intento de traslado originó un conflicto entre las autoridades reales y las eclesiásticas, ambas entonces con un gran poder sobre la ciudadanía: el obispo Juan Bautista Álvarez de Toledo promovía el traslado, mientras que el presidente de la Audiencia, Francisco Rodríguez de Rivas, se oponía.
Posteriormente se dieron algunas mejoras. Por ejemplo, la capital se renovó bastante en cuanto a los grandes edificios civiles y eclesiásticos, y en la calidad de sus servicios.
En 1721 se introdujo agua desde San Juan del Obispo y en 1736 se aumentó el caudal del acueducto de Santa Ana, para surtir a los barrios de Los Remedios y La Santa Cruz.
En 1751 sobrevendría otro terremoto, pero que no obligaría al traslado de la urbe. Sería hasta 1773 cuando la devastación sería tal que el propio Capitán General Martín de Mayorga buscó un nuevo sitio para la capital, pese a la oposición del obispo.
Día de gran fervor
El 5 de agosto de 1717 fue consagrada la imagen de Jesús Nazareno de la Merced, por el obispo Juan Bautista Álvarez.
Fue un día de gran devoción en Santiago de los Caballeros, en el cual el Nazareno fue declarado protector de la ciudad.
Luego del rito el pueblo quemó un castillo de pólvora, se dispararon salvas de cañón y repicaron todas las campanas.
Las fiestas de consagración se prolongaron por ocho días. Por entonces la imagen solo llevaba 62 años de estar expuesta a la feligresía, pero su conmovedora fisonomía le había ganado el cariño de la gente.
Esta imagen se venera en el templo de la Merced y procesiona durante la Semana Santa, el martes y viernes.
Huella de santo
Al igual que los otros hechos históricos descritos en estas dos páginas, el escenario es la ciudad de Santiago de los Caballeros, que se vio conmocionada por la muerte del hermano Pedro de San José Betancur, religioso que se dedicó a la oración y al servicio de los pobres.
Originario de Tenerife, Islas Canarias, Pedro de Betancur vivió en la ciudad de Santiago de Guatemala 16 años, de 1651 a 1667.
En sus primeros meses trabajó en talleres de tejidos; intentó estudiar latín en el colegio jesuita, pero no lo consiguió. Después participó en la construcción de la ermita de El Calvario.
En todo aquel tiempo fue notable su devoción, ejercicios piadosos, ayunos y penitencias. Hacía recorridos, por las estaciones del Vía Crucis, a pie o de rodillas, desde el templo de San Francisco hasta El Calvario.
Fundó un hospital para los convalecientes y poco a poco creó hogares para los desamparados. Recibía ayuda de numerosos pobladores de la ciudad que admiraban su labor de caridad.
Aunque murió muy joven, a los 41 años, su obra fue amplia y perdurable. En su testamento escribió: “Declaro que habiendo sido nuestro Señor servido que hiciese y acabase la Casa y Cuarto de Enfermería, que en ella con limosnas se ha edificado, y otro de los altos que se está haciendo”.
El Hermano Pedro fue quien más impulsó la tradición de los Nacimientos y las posadas en Navidad, pues su gran amor al Niño Jesús guió toda su vida.
El 25 de abril de 1667, el escribano Esteban Rodríguez Dávila dio testimonio de su deceso: “Serán las tres de la tarde, vi el cuerpo del Hermano Pedro de San Josef Betancourt, muerto al parecer naturalmente, yerto y helado en forma de cadáver, amortajado con hábito de la Orden Seráfica, al cual doy fe conocí en su vida”.
Tres siglos y medio después, ya declarado santo, el legado de santidad del Hermano Pedro continúa dando frutos y atrayendo a miles de devotos que veneran su ejemplo.