La cineasta coreana Yonghi Yang creció en Japón en la década de 1960, como parte de la gran comunidad emigrada de su país de nacimiento que se había asentado en la ciudad de Osaka.
BBC NEWS MUNDO
Por qué mi padre regaló sus tres hijos al gobierno de Corea del Norte
Mis padres apoyaron el proyecto norcoreano y le ofrecieron no solo su lealtad, sino también a sus hijos.
Cansados de soportar los prejuicios anticoreanos en Japón e inspirados por la promesa del régimen norcoreano de crear un paraíso socialista, sus padres tomaron la trascendental decisión de enviar a sus tres hijos adolescentes a Corea del Norte, a principios de la década de 1970, como una especie de “regalo de cumpleaños” al líder Kim Il-Sung.
Mientras sus hermanos fueron vivir a la capital norcoreana, Pyongyang, Yonghi se quedó con sus padres y, desde entonces, ha pasado buena parte de su vida tratando de entender esa decisión y sus consecuencias. Y se ha dedicado a realizar películas sobre su experiencia, la última se llama Soup and Ideology (traducido como “Sopa e ideología“).
Yang le contó la historia al programa Outlook de la BBC.
El día que enviaron a dos de mis hermanos a Corea del Norte como un regalo a la revolución, al principio pensé que era un viaje familiar en el que todos nos íbamos a divertir.
Nos pusimos el traje tradicional. Vivíamos en Osaka y ese día nuestros padres nos dijeron que íbamos a la playa.
Cuando llegamos al puerto, nos dimos cuenta de que había mucha gente. Demasiada. Se nos pasó por la cabeza que el muelle iba a colapsar por el peso.
Se escuchaba a una banda tocar canciones de nuestro país de origen, pero me era imposible ver nada, porque la mayoría de los que estaban allí eran más altos que yo.
Recuerdo con nitidez que uno de los amigos de mis hermanos me agarró y me puso sobre sus hombros, como un favor para que pudiera apreciarlo todo.
Miles de papelitos de colores caían del cielo. Era 1971 y yo tenía 6 años.
Ese día, a mis dos hermanos los iban a enviar a Corea del Norte.
Pero no me enteré de eso al instante, sino que comencé a escuchar que les decían que debían sentirse orgullosos de volver al lugar donde habían nacido y que eran unos buenos muchachos.
Entonces caí en la cuenta que se irían de viaje. Lo que no pude prever aquél día es que no los vería por mucho tiempo.
Ellos eran muy jóvenes. Uno tenía 14 años y el otro, 16.
Recuerdo que hubo una fiesta de despedida en la que estuvieron mis hermanos, sus amigos, los vecinos. Todos les deseaban suerte y que hicieran un buen trabajo en Corea del Norte.
Yo estaba triste, muy triste, pero no podía decir nada porque los adultos estaban envueltos en la música y la emoción de la despedida.
Mis padres se veían emocionados ante la idea de que sus hijos fueran a ayudar a construir un paraíso socialista.
Un año más tarde, mi hermano mayor, que tenía 18, se unió a los otros dos instalados en Pyongyang, en lo que representaba una suerte de regalo al líder revolucionario, Kim Il-Sung.
Esto se dio porque en la universidad a la que acudía y que era pronorcoreana surgió un proyecto para dar a los jóvenes como regalo a la revolución. Fueron 200 los seleccionados.
Cerca de la mitad dijo que no quería ir a Corea del Norte.
Ante ello, la presión sobre mis hermanos para que regresaran a su país de origen empezó a crecer.
Pero lo que él y mis otros hermanos decían es que ni siquiera nuestros padres eran de allí.
Ellos tenían sus raíces en el sur del país y se habían mudado a Japón con su familia. Todo esto ocurrió antes de la división de las dos Coreas, en la década del 50.
Una sola Corea
En ese entonces, Corea era parte del imperio japonés y muchas familias coreanas viajaban a Japón con la idea de buscar una mejor calidad de vida. Una de ellas fue la mía.
Como a muchas otras familias emigradas, nos tocó vivir en enclaves coreanos, ir a escuelas coreanas, todo para continuar viviendo la cultura de nuestro país.
Nuestros padres se casaron en Japón y se mudaron a la ciudad de Osaka, donde había una gran comunidad de compatriotas.
Pero nunca fue un lugar fácil para nosotros.
Había mucha discriminación, mucho prejuicio. Además, no nos permitían convertirnos en ciudadanos japoneses, por lo que muchos de nosotros vivíamos en la pobreza al no tener acceso a trabajos dignos.
Pero, tras el final de la segunda Guerra Mundial, Corea se dividió en dos: la del norte, apoyada por la Unión Soviética, y la del sur, apoyada por EE.UU.
A los coreanos que vivíamos en Japón nos tocó escoger entre el norte y el sur.
Y ahora suena raro, pero por unos años, especialmente después de la partición, el norte era mucho más atractivo.
Se convirtió de repente en un prometedor paraíso socialista.
Entonces mis padres, seducidos por esa idea, apoyaron el proyecto norcoreano y le ofrecieron no solo su lealtad, sino también a sus hijos.
Así, lo que yo escuché cuando despedí a mis dos hermanos es que ellos querían volver a Corea del Norte para tener una vida mejor.
Mis padres militaban su apoyo al norte y de verdad pensaban que los dos países se iban a reunificar.
Sin embargo, decidieron no enviarme a mí porque yo era más pequeña. A partir de allí comenzaron a promocionar el país a través de la organización cultural a la que pertenecían.
Lo hacían en serio. De hecho, recibieron premios y medallas por su trabajo.
Por supuesto, la comunidad de coreanos en Japón se comenzó a dividir como en Corea. Había muchas tensiones entre quienes apoyaban el proyecto del norte y quienes veían con buenos ojos el modelo del sur.
Todo mi entorno por aquel entonces había escogido Pyongyang.
Eso significó que me enviaran a escuelas que apoyaban a Corea del Norte.
Y todo el tiempo me repetían que Corea del Norte era mi patria, un lugar donde yo nunca había estado.
Lo peor es que yo sabía que los maestros me iban a regañar si los contradecía. Me iban a decir que debía seguir los pasos de mis padres.
Grietas
Pronto nos dimos cuenta de que ese paraíso socialista en el que mis padres tanto creían era un desastre. Y que la decisión de haber enviado a mis hermanos a Corea del Norte había sido un error.
Ellos nos mandaban cartas y fotos cada tanto. En ellas nos decían que eran felices, se lo agradecían a Corea del Norte y nos aseguraban que todo iba a bien, y, sobre todo, que estaban estudiando muy duro.
Pero en las fotos veíamos otra cosa. Mi madre notó que mi hermano más pequeño estaba muy delgado. Le afectó su aspecto famélico, tanto que se puso a llorar y decidió romper las imágenes.
Mi madre les envió paquetes llenos de provisiones durante la década del 80 y especialmente durante los 90, cuando el país se vio afectado por la hambruna.
Pero no les enviaba dinero, porque, aunque tuvieran plata, no les servía de mucho: no había nada para comprar. Así que las cajas que les despachaba estaban llenas de aceite, azúcar, ropa.
Recuerdo que, cuando estaba en el colegio durante la adolescencia, comencé a hacerle notar a mis padres que no me sentía bien con que mis hermanos estuvieran en Corea del Norte.
Siempre había sido una niña muy obediente y poco rebelde. Cuando la gente me veía triste y me preguntaba si me pasaba algo, yo solo respondía que estaba bien. Que no había ningún problema.
Lo hacía como una forma de protegerme. Pero la verdad es que sufría mucho por las cosas que no podía decir. Por esconderle cosas a mi padre. Por el doble estándar con el que habíamos decidido vivir.
Es un trauma con el que todavía tengo que lidiar.
Entonces, llegó un momento en que me vi en una especie de encrucijada.
Yo siempre quise mucho a mis padres, pero empecé a sentir que no quería seguir su ideología. No quería eso.
Es decir, comencé a rechazar la idea de que debía hacer cosas por mi país o por sus instituciones. No quería estar relacionada con el gobierno norcoreano.
Y fue una decisión que confirmé durante un viaje que hice con mi colegio a Pyongyang.
En ese momento tenía 17 años y llevaba 11 sin ver a mis hermanos. Y nos pudimos ver, pero apenas por ratos breves. No pude estar con ellos en sus casas.
En cambio, pasé muchas horas visitando museos y lugares donde nos enseñaban sobre la historia de la revolución.
Solo pudimos mantener reuniones de 20 minutos. Eso fue algo que me impactó mucho, el poco tiempo que nos dieron.
También recuerdo que lloré mucho cuando los vi la primera vez.
Otra cosa que me quedó grabada es que se empeñaron mucho en que no se hablara de temas políticos.
Siempre que conversábamos, lo hacíamos pensando que nos estaban grabando, especialmente cuando nos encontrábamos en la entrada del hotel donde estaba hospedada, donde ocurrieron generalmente las reuniones.
El único momento en el que pudimos hablar con un poco más de tranquilidad fue al salir a dar una caminata. Pero incluso entonces mi hermano mayor prefirió no hablar de temas difíciles.
Y hubo otro detalle que se me quedó grabado, aunque fue algo más sutil. Lo que noté en ese viaje era la enorme diferencia que había entre Pyongyang y las otras ciudades que rodeaban a la capital.
No eran como los suburbios en Japón, sino barrios muy pobres.
Lo que supe después es que había gente que era elegida para que viviera en Pyongyang, con las comodidades de una ciudad, y el resto se tenía que conformar con vivir en las afueras.
Al poco tiempo mis padres también pudieron visitar a sus hijos.
Hacia finales de los años 80 comenzaron a viajar a Corea del Norte. Pudieron estar en el apartamento de mi hermano. También vieron que sus hijos se habían casado. Que eran abuelos.
Fue durante esas visitas que mi madre comenzó a entender cómo mis hermanos habían vivido, y sobrevivido, todos esos años.
Y cuanto más entendía la realidad de Corea del Norte, más grandes eran las cajas que les enviaba desde Japón.
Me tocó escuchar a mis padres llorar juntos muchas veces, especialmente cuando creían que estaban solos.
Pero cuando estaban frente a otras personas, solo decían que sus hijos eran felices en su patria, en Corea del Norte. Y que ellos estaban orgullosos de sus hijos.
Quedaba en evidencia la disparidad entre lo que pasaba dentro de la casa y lo que expresaban afuera para mantener las apariencias.
Ahora puedo entender que esa fue la mejor manera de ayudar a mis hermanos. Ellos se enfocaron en asistirlos, en apoyarlos con el objetivo de que pudieran sobrevivir en Corea del Norte.
Después de aquel viaje y de varios años de reflexión, comprendí que lo que me llevó a hacer mis películas sobre este tema era responder a una pregunta: ¿se sentía mi padre culpable de haberlos enviado a Corea del Norte?
Los hermanos
Para responder a esa pregunta tenía que empezar por ver cómo se sentían mis hermanos tras haber sido enviados allí. Porque me parecía cruel hacerle la pregunta directamente a mi padre.
Fue entonces que tomé la cámara y viajé a Pyongyang.
Pero la verdadera respuesta ya me la habían dado antes de grabar el documental Dear Pyongyang, donde relato esta historia de mis padres y mis hermanos.
En el poco tiempo que pudimos hablar cuando los fui a visitar aquella vez en la adolescencia, ellos habían sido muy insistentes con que aprovechara las ventajas que me daba Japón.
Me insistían en que me fuera de viaje, que me comprara ropa. Por ejemplo, les conté que me gustaba la ópera, pero que no podía ir porque era muy caro. Entonces ellos me dijeron que no importaba, que tenía que hacerlo como fuera.
Me acusaron de no disfrutar lo suficiente el capitalismo.
Con el tiempo comprendí esa premisa: fundamentalmente, lo que me dijeron es que disfrutara la vida y que lo hiciera por la que ellos no habían podido tener.
El problema es que nunca más los he podido volver a ver. Desde que estrenamos el documental, donde tratábamos todos estos temas, Corea del Norte lo ha prohibido.
Me exigieron que pidiera disculpas públicas y, como no lo hice, no me permiten la entrada al país.
Desde 2004, cuando hice público el documental, no he podido verlos.
Y aunque eso me ha dolido mucho, no me arrepiento de nada.
Sé que si mis hermanos se hubieran decepcionado de haber sabido que no estrenaba el documental por cómo eso limitaría las visitas.
Ellos también me dijeron que aprovechara la vida al máximo. Y lo hago por ellos.
Lo hago por mostrarle a la gente cómo se vive en Corea del Norte, cómo nuestros seres amados son rehenes de un sistema en el que no se puede reclamar, donde los que allí viven no pueden informar de lo que realmente pasa.
Eso pasa en Corea del Norte. Es muy injusto y se tiene que acabar.
Muchas veces he creído que con esto estoy poniendo en riesgo la seguridad de mi familia, muchas veces me veo como la hermana malvada… pero necesitaba contar esta historia.
Por supuesto, me preocupan mis hermanos. Después del documental se ha dificultado la comunicación con ellos. Yo no puedo ir a visitarlos y me aconsejaron que no les enviara más cartas.
Era consciente de los sacrificios que iba a traer hacer un documental así, pero lo tenía hacer.
Esto no es un ataque al gobierno de Corea del Norte, yo solo quiero comunicara la realidad y lo que está pasando. Algo que es muy difícil en aquel país.
Y lo que más me frustra es que yo no tengo pasaporte norcoreano. Yo no soy de allí y de alguna forma estoy metida en el sistema.
Mis padres
Con mi padre también se vivió otra historia. En el mismo documental él aceptó, en voz muy baja, que no tenía la menor idea de lo que ocurría en Corea del Norte cuando envió sus hijos como un regalo. Que era muy joven.
Y aunque nunca dejó de ser fiel al partido de gobierno, esas palabras le costaron mucho.
Mucha gente lo consideró un traidor. Él ya murió y, cuando estaba en su lecho de muerte, muchas personas se acercaron a decirle a mi mamá que su esposo había traicionado al partido.
También lo llamaban al hospital para decirle, a los gritos, que qué diablos me pasaba a mí, que por qué había grabado la cinta.
Y de hecho, muy pocas personas vinieron a su entierro.
Pero a pesar de todo, mi madre nunca me dijo que dejara de hacer lo que estaba haciendo. Ella siempre fue una seguidora de mi trabajo.
Frente a los demás, ella continuó siendo igual. Pero en privado me dijo que no importaba si en Corea del Sur o Corea del Norte, lo importante es que viva con libertad.
Ella falleció hace poco. Y siento que finalmente pude perdonar todo lo que pasó en nuestra familia.
Y para eso tuve que transitar muchos procesos, pero finalmente descubrí que todo se reduce a una cosa muy simple: me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar, en ese momento.
Con la información que había, que no es la que hay ahora en una era de celulares e internet. Lo que se sabía era muy poco.
Tuve mucha rabia durante mucho tiempo. Preguntándome muchas cosas, “¿por qué lo hicieron?, ¿por qué los enviaron a ese lugar?”
No tengo todas las respuestas, pero finalmente pude estar en paz conmigo misma.
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