Recuerdo que hace muchos años mi madre tropezó en una piedra y cayó. No bien había caído cuando varios albañiles de una obra vecina acudieron a socorrerla. Mucho tiempo después una amiga metió el pie en un “tragante” —boca de alcantarilla— mal cerrado, se rieron de ella los transeúntes y nadie se detuvo a ayudarla. La infeliz me llamó desde su celular —americanismo por “móvil”— para que la llevara al hospital. Se había dislocado el tobillo. Es inconcebible —me dijo— que no solo me vieron golpeada, sino que además provoqué su risa. No les menté la madre —agregó— solo porque pensé que se me podrían tirar encima como los pollos cuando ven a uno de ellos herido.
Por falta de moral y urbanidad, los borrachos se adueñan de las calles aledañas a muchas de las “tiendas de conveniencia”, gritan como si estuvieran en cantinas, las usan de mingitorios y excusados y hasta vomitan en las aceras. No respetan ni los garajes de donde salen autos ni a las personas que tienen que pasar por esas calles. Las jóvenes son objeto de “piropos” obscenos y ¡ay! de aquel vecino que salga a reclamar algo, porque lo insultan y le gritan que la vía es pública. Sí, es pública, pero solo para ellos, pues nadie quiere acercarse a donde pululan esos grupos de ebrios, que no son peatones: llegan en automóviles, y así”bolos” —ebrios— conducen, olvidando que “si bebe, no maneje”.
Si alguien quiere “cervecearse” —localismo hispanoamericano por beber cerveza copiosamente— que lo haga, pero está mal, muy mal que lo haga en las calles: para eso existen las discotecas, los bares, las cantinas y las casas. Y a propósito de lo que hacen esos individuos —mujeres incluidas—, en Guatemala se llama “ponerse una soca, juma, matraca, tuna, jáquima, bomba, riata” y otros términos muy vulgares que omito mencionar.
Es imperativo, en verdad, que se cree una ley que prohíba el consumo de licor en las calles. Supongo que tiene que ser el Congreso quien la emita, o quizás pueda lograrse con un acuerdo del Ministerio de Gobernación.