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El hecho de que podamos hablar de felicidad en medio de graves dificultades hace surgir la pregunta: si no es mera ausencia de dificultades, ¿qué es la felicidad?
Cada vez hay más estudios respecto a la relación entre la felicidad y la fe. Al margen de los resultados, en los que generalmente se descubre una relación positiva entre fe y felicidad, el hecho está en que estas investigaciones no suelen preguntar qué es la felicidad a sus encuestados. Simplemente les pregunta si se sienten o son felices y luego preguntan todo lo demás. Con lo cual, ahí no encontraremos la respuesta.
Aristóteles sugería que la respuesta la podíamos encontrar preguntándonos que es lo que buscamos cuando tomamos nuestras decisiones. Esto hace referencia a un objetivo: cuando actuamos, queremos conseguir algo. Y muchas de las cosas que conseguimos no son más que medios para obtener un objetivo más grande. Descubre así, que hay objetivos que deseamos no como medios para otros, sino como fin en sí mismos. Y ciertamente eso descubrimos cada uno de nosotros: hay cosas que queremos como fines en sí mismos, y no como medios. Después de descartar varios candidatos, Aristóteles piensa que lo que en el fondo los seres humanos buscamos, lo que más nos hace crecer como humanos, es un tipo de actividad. Esa actividad tendría que consistir en el ejercicio de la mejor cualidad -virtud en términos aristotélicos- que el hombre tiene.
Los expertos aun discuten sobre cuál sería el nombre de la cualidad que Aristóteles propone. Pero lo que quiero apuntar es que este sabio griego proponía que la felicidad está en el ejercicio perpetuo -no estático, sino continuamente ejercido- de una cualidad. De una sola, pero que se buscaría por ella misma, que todo hombre podría tener, y que su ejercicio garantizaría al margen del azar, la felicidad.
Ahora bien, Cristo es la plenitud del mensaje cristiano, y desde esta perspectiva, la felicidad propia del cristiano. ¿Este mensaje tiene que ver con ese deseo que todos tenemos de ser felices?
Los libros que narran la vida de Cristo, se denominan “Evangelios”. Evangelio, significa buena noticia. Y si es buena noticia… no hay mejor noticia que la de ser feliz. En su predicación Cristo habla de una plenitud de vida: en el Sermón de las Bienaventuranzas (Mt 5), poco tiempo después recalca que si se busca el Reino de Dios y su justicia lo demás viene por añadidura (Mt 6,33), y le insiste a Marta, afanada por atender muchas cosas del hogar, que sólo una cosa es necesaria (Lc 10, 42).
También Cristo habla sobre destinos y actos del hombre que no conducen a la felicidad: y así contrapone la vida del rico que tiene banquetes diariamente a la de Lázaro (Lc 16, 19-31), se encuentra con un joven rico que rechaza la llamada de Jesús a seguirle y se va triste (Mt 19, 22) y muestra lo absurdo del mero acumular riquezas. Estos pasajes, que son una muestra y que podrían ser otros, muestran que no todo lo uno hace se acerca a la plenitud. La plenitud está en el seguimiento a Cristo, y eso es un tipo de relación, de vocación.
Lo que Jesús nos trae no es algo, en el sentido de una cosa, sino un nuevo modo de vivir. Y si vives así, eres feliz: ciertamente en el más allá de un modo pleno y total, pero ya aquí de un modo incoado, pues ese nuevo modo de vivir empieza en este mundo. Curiosa coincidencia con la doctrina aristotélica: una actividad, un modo de vivir, que te hace feliz. Con lo cual, la doctrina de Cristo no se presenta como un elemento de felicidad, sino como la única felicidad. Si tienes esa vida, no te hace falta nada más, y si no la tienes… te hace falta todo.
Esa vida cristiana consiste en la participación de la vida divina, que logramos con la gracia: y esa vida divina consiste en amor. He aquí la actividad más propia del hombre. En el ser humano, ese amor, ese darse, genera la familia. La donación perfecta del hombre hacia la mujer y de la mujer hacia el hombre forman la familia. Y vivir así tiene consecuencias prácticas: la aceptación de los demás, la difusión del amor… y la capacidad de atraer a otros.
Jesús atraía, resumiendo tantas características de su mensaje, por la felicidad que irradiaba. Se entiende por qué la gente que le seguía era feliz. A pesar del mundo convulso que les rodeaba.
El cristianismo tiene hoy y siempre el gran reto de ser esa fuente de felicidad, mostrando la vida según el amor que Dios le tiene a cada hombre. Porque una persona feliz, cuando acudes a ella, te levanta, no te hunde. Como Jesús con la adúltera, con Zaqueo, con Mateo, con los apóstoles… y con cada uno de nosotros que elija seguirle.