Puede ocurrir en infinitud de situaciones: tal vez cuando dos personas no se han visto durante mucho tiempo o cuando alguien precisa consuelo o cuando un amigo está enfermo en cama y uno le quiere manifestar que está allí. No importa si uno da un abrazo franco, hace una caricia en el brazo o sostiene una mano. Lo cierto es que ese contacto dice más que mil palabras.
Es algo que los bebés ya sienten desde que están en el útero de su madre. “Es algo que toca mi cuerpo y al mismo tiempo es suave y tibio y me hace bien”, dice el profesor Martin Grunwald, que investiga desde hace años por qué el ser humano no puede vivir sin el tacto y ha fundado un laboratorio de percepción háptica en la Universidad de Leipzig.
Las raíces de esta necesidad se encuentran en la biología evolutiva. Los procesos de crecimiento y maduración están, según Grunwald, directamente relacionados con el contacto físico. Con eso la naturaleza se asegura que los seres humanos sean “mamíferos nidícolas” que solo puedan prosperar si viven en comunidad.
Mensajes de bienestar a través de la piel
“Precisamos esos estímulos de contacto físico durante toda la vida, y en la primera etapa de la infancia son realmente existenciales”, dice el experto, que está convencido de que “independientemente de si se trata de un lactante o un adulto, la falta de cercanía humana crea surcos espirituales profundos que en la etapa de lactancia incluso pueden derivar en la muerte.”
No existe otro canal sensorial a través del cual las personas puedan transmitirse mensajes tan inequívocos y emocionalmente positivos como las caricias o el contacto. La gama de lo que se quiere transmitir puede ser además muy amplia: va desde el aprecio, el perdón y la alegría hasta el reconocimiento, una felicitación o la valoración.
Ya un pequeño contacto o los cambios mínimos de temperatura de la piel generan un efecto a nivel cerebral. “No solo los masajes de varios minutos disparan cambios en la actividad neurobiológica”, dice Grunwald, incluso los pequeños estímulos de contacto físico que duran tan solo unos segundos influyen fehacientemente en nuestros procesos psíquicos.
El abrazo reduce el estrés
El hecho de que un abrazo o un mimo hace bien no es una mera sensación, sino algo positivo que realmente puede medirse, por ejemplo, a través de los valores de oxitocina en sangre y en saliva. Lo que se conoce como “hormona del vínculo” o “de proximidad” hace que la glándula suprarrenal secrete menos cortisol, la hormona del estrés, con lo cual se desacelera el ritmo cardíaco, baja la presión arterial y los músculos se relajan.
“No se trata únicamente de un efecto psicológico”, dice el biopsicólogo Sebastian Ocklenburg, que se ha especializado en la investigación de los abrazos. El profesional dice que existen estudios que demuestran que ese tipo de contacto físico también podría tener efectos positivos para la salud. “Las personas que se abrazan con mayor frecuencia tienen bajo riesgo de resfrío”, sostiene, ya que el sistema inmunológico se ve fuertemente influido por factores de estrés.
Al mismo tiempo, no todo contacto se traduce automáticamente en algo positivo, ni hablar de aquellos casos en los que las personas han sufrido algún tipo de trauma. Ocklenburg incluso ha detectado cierto grado de “agotamiento de abrazo”. Cuando una persona por la que no sentimos gran simpatía nos abraza puede generar lo contrario, algo desagradable. Lo mismo sucede cuando uno tiene que abrazar “por presión social” al nuevo novio de una conocida, al que apenas ha visto antes.
Cuanto más tiempo, mejor
¿Y cuánto contacto necesita una persona? Depende mucho de la personalidad de cada uno. Hay gente extrovertida, otra introvertida y hay necesidades individuales. También depende del tipo de vínculo hacia la otra persona.
“Cuanto más cercanos nos sintamos hacia alguien, más fuerte será la reacción biológica a los estímulos físicos”, dice Grunwald.
Ocklenburg, especializado en la investigación del abrazo, asegura que cuanto más tiempo dure ese abrazo, mayor será la secreción de hormonas de la proximidad. Cabe señalar que los abrazos “tienen una duración promedio” de tan solo tres segundos, con lo cual “diez segundos ya es bastante”. Grunwald recomienda que las parejas se abracen cinco veces al día “para que el vínculo perdure lo más posible”.