Los aplausos de los purpurados fueron finalmente la señal inequívoca de que la Iglesia tenía a un nuevo pontífice, tras la sonada e histórica renuncia de Benedicto XVI.
En ese momento Hummes, franciscano, abrazó a Bergoglio y le susurró unas palabras que marcarían definitivamente su ministerio: “No te olvides de los pobres”.
Fue por lo que el argentino eligió el nombre de Francisco, en honor al santo de Asís, el patrón de los pobres, “Il poverello”.
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Tras la “fumata blanca” y aquel “Habemus papam”, el nuevo pontífice enseguida sorprendió por su sencillez, asomado al balcón de la logia central de la basílica vaticana: “Hermanos y hermanas, buenas tardes”, saludó ante una plaza abarrotada de personas.
Desde entonces, la pobreza y los “últimos” han estado en el centro de su ministerio, en sintonía con otro de los grandes pilares de su doctrina, la misericordia.
“Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres”, exclamó el recién elegido papa Francisco, que ya denotaba sencillez en sus palabras y su apariencia, durante la audiencia posterior al cónclave ante los medios de comunicación internacionales.
Su pontificado está lleno de gestos hacia los más desfavorecidos de todo el mundo y en sus viajes internacionales acude a las ciudades periféricas para, entre otras cosas, reunirse con inmigrantes, refugiados, enfermos, presos o indígenas.
Pero especial atención presta a los pobres de Roma, con los que ha almorzado, ha invitado a actividades culturales como el cine o el circo, les abrió las puertas de la Capilla Sixtina e incluso rifa los regalos que recibe de todo el mundo en favor de la beneficencia.
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Es sabido que su limosnero, Konrad Krajewski, reparte víveres y objetos de primera necesidad entre los pobres de la capital y durante su pontificado la escultórica columnata de San Pedro alberga también unas duchas y barbería para los mendigos que lo necesiten.
A sus puertas se encuentra Margarita, una polaca que vive en las calles de Roma y que acude a asearse a los baños habilitados por Francisco: “Tiene una mirada especial hacia la pobreza, ojalá viviera 200 años”, consideró este martes en una conversación con la agencia EFE.
Tanto ella, procedente de Katowice, como los cuatro compatriotas que matan el tiempo entre las columnas consideran al pontífice “un padre”, si bien ninguno esconde su predilección por Juan Pablo II.
En los mismos términos se expresa Constantin, un rumano ortodoxo que mendiga en la Ciudad Eterna desde el 2002 y que agradece al papa Francisco la posibilidad de poder ducharse y comer en el lugar.
Pero la atención del pontífice no solo se dirige hacia los descartados de la sociedad, sino también hacia aquellos católicos que tradicionalmente han sido rechazados en el seno de la Iglesia Católica.
Se trata por ejemplo de los divorciados, a los que abrió las puertas de los sacramentos en su exhortación apostólica “Amoris Laetitia” (“La alegría del amor”, 2016).
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En el documento, que suscitó críticas en los sectores más conservadores del catolicismo, el papa planteaba que los divorciados vueltos a casar pudieran, tras el estudio y discernimiento de su caso, emprender un recorrido espiritual para volver a la Iglesia.
En esa misma exhortación Francisco defendió el respeto hacia los homosexuales, aunque subrayó que sus uniones no pueden ser consideradas matrimonio.
Recordada es su respuesta sobre este tema a su regreso de su primer viaje al extranjero, Brasil, en julio de 2013: “Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”, puntualizó.
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