El acercamiento de Max Saravia Gual con las artes se da desde muy pequeño. La relación temprana con Jaime Sabartés Gual, del que era sobrino nieto, pudo haber sido un primer aliciente que encaminara sus pasos en la senda del arte. A partir de este pensamiento habrá que intuir, entonces, una cercanía temprana a otros artistas como Rafael Rodríguez Padilla o Hernán Martínez Sobral, los tres fundadores de la ENAP en 1920. Más adelante, ya como estudiante de la institución entraría en contacto con Humberto Garavito, Rafael Yela Günther y Julio Dubois, entre otros muchos y disímiles autores. Creadores todos, eso sí, que llevaron a las últimas consecuencias lo que producían.
Pero si los maestros de Saravia eran interesantes por lo que ofrecieron en su momento, la generación que se formó al mismo tiempo que él no se queda atrás. Entre ellos lucen nombres como Dagoberto Vásquez, Guillermo Grajeda Mena o Rina Lazo, la única que sobrevive. Todos sus compañeros y él, entonces, se formaron bajo un estricto formato académico que les tocaría romper en una evolución natural, como efectivamente lo hicieron. Zipacná de León apuntó que lo consideraba “padre-maestro-amigo un faro hacia la autenticidad, hacia lo verdadero: el sentimiento del arte en grandes proyecciones, la amistad sin fronteras, un artista-hombre completo y sin reservas”. Allí hay otro perfil que puede prefigurar contenidos dentro de su obra. Gran parte de su legado incluye obras de corte geométrico en las que la luz juega, junto a la línea, un papel definitorio de carácter sui géneris. El espacio fue vital en su composición. El manejo de pigmentos alejados de la paleta primaria también. Este autor se proyectó siempre desde las premisas de la modernidad, pero nunca perdió de vista estatutos que ayudó a fundamentar en su militancia por el oasis democrático de la Revolución de Octubre. Sirva, pues, este nuevo acercamiento para mantener vivo el interés en su trabajo y aportes.